Los argentinos nos estamos cocinando a fuego lento en la olla de la pobreza intelectual del debate político.
Por Jorge Grispo. Abogado especialista en Derecho Corporativo, autor de numerosos libros y publicaciones.
La filósofa británica Susan Stebbing publicó en 1939 su obra cumbre, “Thinking to some purpose”, una suerte de compendio de primeros auxilios para evitar caer en la falta de lógica y detectar a tiempo los procesos mentales distorsivos de otras personas. Sus enseñanzas se han convertido en una obra de culto indispensable para entender, al menos en parte, la empantanada realidad política actual. Pero lo más complejo es, sin duda, lo que está por venir. Los argentinos nos estamos cocinando a fuego lento en la olla de la pobreza intelectual del debate político. La discusión de los temas importantes quedó relegada por aquello que solo interesa a un reducido grupo de dirigentes políticos, más preocupados en ganar la próxima elección que en gobernar para las próximas generaciones.
Un ejemplo muy claro del distorsivo relato cristinista es la anunciada emisión de un nuevo billete de $2.000. El 1 de enero de 2023 el billete de 100 pesos cumplió 31 años. Por entonces, tenía el mismo valor que un billete de 100 dólares y en la actualidad vale apenas unos centavos. Si quisiéramos mantener esa paridad se debería emitir un billete de $40.000. ¿Tiene sentido ahora uno de $2.000? No, es insuficiente. Lo anterior nos muestra la decadencia del relato y las decisiones desacertadas que produce. Los costos de emisión de un billete nuevo son iguales con independencia del valor que represente. Da igual que se emita uno de $2.000 o de $10.000 o más. Lo que cambia es el costo operativo del mercado, el transporte y distribución de esos billetes, porque a menor valor nominal, mayor cantidad se debe distribuir. Nos harían la vida más simple con billetes de mayor denominación, pero se termina imponiendo la cultura del relato, que, como la jirafa, pretende esconder los efectos de la inflación detrás de un arbolito de $2.000.
El auto percibido profesor de derecho y presidente de la nación dijo: “ahora resulta que las quejas que yo escucho es que para ir a comer hay que esperar dos horas” (sic). Créase o no, el presidente sostiene el relato del crecimiento económico luego de cerrar el año con casi tres dígitos de inflación. Así es como gobierna el populismo salvaje. No mide las consecuencias. Solo importa la propia coherencia de la historia, por más que sea una falacia en sí misma.
Con la vista fija en el relato, importa más que la realidad misma, desde el Frente de Todos vienen aderezando el cuento sobre el ya trillado lawfare, sumando ahora el de la proscripción de CFK. Una falacia argumental. La vicepresidenta puede, si así lo decide, presentarse en las próximas elecciones para cualquier cargo. No pesa sobre ella nada que se lo impida, su condena no se encuentra firme. Goza de todas las garantías constitucionales, faltan instancias judiciales, y mucho tiempo para una sentencia definitiva, si es que finalmente se confirma el fallo cuyos fundamentos conoceremos el próximo 9 de marzo. De esta manera, todo lo que se diga sobre la proscripción política de Cristina es parte del relato victimizador con el que se intenta construir las bases para deslegitimar anticipadamente lo que se resuelva en las urnas. Desprestigiar al Poder Judicial, y si es posible, cooptarlo (reforma) es parte de lo mismo.
¿Por qué insisten con eso? Por la sencilla razón de que esperan una derrota electoral significativa (que se produzca o no es otra cosa), sin el apoyo de la Iglesia (los dichos del Papa fueron lapidarios) y otros sectores afines que, golpeados por la impericia del peor gobierno de la historia democrática argentina, se fueron alejando del conglomerado nacional y popular, hacen que las cuentas de CFK no le cierren a la hora de repasar los votos. Con ese escenario por delante, le resulta más redituable preservarse (cree saber que no va a ir presa a días de cumplir siete décadas de vida) y seguir manejando con el dedo al circunspecto grupo de aspirantes al sillón de Rivadavia. En cambio sí se arriesga, compite y pierde por un margen mayor al tolerable (10%), sella definitivamente su futuro político. Todo esto encubre el relato falaz de la proscripción política, por más malabares dialécticos que la feligresía cristinista intente hacer.
Lo anterior me lleva a la convicción de que los argentinos necesitamos subir la vara del debate político. Sucede que para la vida en democracia, pensar con claridad y bien informados, se convierte en una condición necesaria pero no suficiente, ya que las distorsiones que nos llegan desde el relato berreta de la política salvaje son tan efectivos que terminan desviando la atención hacia temas que en sí mismo son intrascendentes, pero que ocupan la agenda nacional de manera preocupante. La desconexión de una gran parte de nuestra clase dirigente con las necesidades del ciudadano de a pie es tan grosera que termina perjudicando la calidad de vida de todos los argentinos. Nos han convertido en un país difícil, complejo, con una altísima carga fiscal para sostener un estado bobo y engordado como chancho por los cuadros políticos que solo buscan su propio beneficio, para seguir mamando de las tetas del estado, o sea de todos los contribuyentes.
Hacemos del debate de lo elemental algo esencial, dejando lo realmente esencial pospuesto por lo intrascendente (por ejemplo discutiendo el valor de un billete en lugar de las causas de la inflación o si hay crecimiento económico porque hay que esperar dos horas para comer). Urge quitar del medio las distracciones producidas por la grieta, de la que el presidente y profesor de derecho es hoy su principal fogonero. Su interesada cruzada contra la Corte, la guerra a los porteños y el permanente encubrimiento de sus propias impericias con culpas ajenas, hacen que su mandato sea tan deplorable como olvidable.
¿Acaso no es cierto que la confusión del votante garantiza el éxito del relato? ¿No es extraño que una incapacidad para pensar con claridad sea beneficiosa para el que genera el problema? En otras palabras, los ciudadanos debemos ser capaces de pensar con algún propósito. En consecuencia, no es sorprendente, por más triste que pueda ser, que muchos de nuestros “estadistas” no confíen en los ciudadanos para pensar, sino que confían en las artes de la persuasión. Cristina es un claro ejemplo de lo anterior. El profesor de derecho un mal aprendiz Ya lo decía Discépolo: No es lo mismo un burro que un gran profesor.